8/5/08

La flor del castaño

Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los testículos del hombre para la reproducción de sus semejantes.
Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños, que con la fragancia de sus flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.
-¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor -dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía-. ¿Lo hueles, mamá? Es un olor que conozco.
-Cállate, hija, no digas esas cosas, te lo ruego.
-¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en decirte que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.
-Pero, hija...
-Pero, mamá, te repito que lo conozco. Padre, le ruego que me diga qué mal hago en asegurarle a mamá que conozco ese olor.
-Señorita -responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz-, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño...
-¿Que la flor del castaño...?
-Pues bien, señorita, que huele como cuando se practica el amor carnal, y se supone que usted no conoce eso.

Acá dejo un cuento del francés Donatien Alphonse François, marqués de Sade, en el que puede apreciarse la calidad de su filosa pluma para poner en evidencia la picaresca de su época. Sade nació en París en 1740 y murió en 1814 en el hospital psiquiátrico de Sharington.

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