28/10/08

Sobre la pena de muerte

Los Estados Unidos han convocado un congreso de verdugos para ver si estos señores encuentran el medio de suprimir sin sufrimiento alguno la vida humana. Es decir, quieren añadir la muerte indolente a la cebolla inodora y a tantos otros inventos por el estilo.
Yo no creo gran cosa en la cebolla inodora. El olor es para mí una características de la cebolla tan importante como el sabor, y si este olor resulta incompatible con la sensibilidad moderna, tendremos que fastidiarnos y renunciar a comer cebollas. Y, de igual modo, si a la sensibilidad moderna le repugna la pena de muerte, será preciso resignarse y prescindir de ella, porque la idea de una pena de muerte para sociedades humanitarias es, por lo menos, tan ridícula como la de una cebolla distinguida para conferenciantes y para enamorados.
La pena de muerte es una institución bárbara que hay que abolir o aplicar bárbaramente. "Si le pegas a un niño -decía Bernard Shaw-, cuida de pegarle con rabia, aun a riesgo de romperle un brazo. Lo que no se te podrá perdonar nunca es que le pegues a sangre fría."
Dostoiewski, por su parte, opinaba que la manera más humanitaria de aplicar la pena de muerte es el descuartizamiento, ya que, ante el temor de los dolores físicos que le esperan, se atenúan considerablemente los terribles dolores morales del reo en capilla. "La certidumbre de perder la vida en un momento dado: eso es lo verdaderamente espantoso de la pena de muerte" -decía Dostoiewski.
Y eso, que los Estados Unidos han pretendido evitar ya por medio de la electricidad, van a intentar evitarlo ahora, valiéndose, probablemente, de la radiotelefonía. Para que la pena de muerte deje de ser una monstruosidad moral, van a inventar un ingenioso aparato mecánico...
En lo sucesivo, los verdugos norteamericanos ejecutarán a los reos a distancia, sin tocarlos, ni siquiera verlos, y, terminadas sus tareas, se irán tan tranquilamente al club o a la iglesia o a una sociedad filantrópica; pero, por lo que a mí respecta, yo preferiría siempre a su compañía la de uno de estos buenos verdugos tradicionales que desempeñan su oficio medieval y que, al darle garrote a un hombre, lo hacen sin la menor pretensión de humanitarismo.

Julio Camba (1884-1962) fue un escritor y periodista español. Su textos, especialmente los recopilados en "Sobre casi todo", de donde sale este artículo, se caracterizan por el humor y la ironía sutil y por una aguda visión de las cuestiones sociales más diversas. Camba escribe en este libro, publicado en 1927, de temas tan disímiles como la pena de muerte, peinados, las corridas de toros, el matrimonio, gastronomía, teatro, la justicia, en fin, como dice el título, sobre casi todo. Su obra más popular es "La casa de Lúculo o el arte de comer", publicada dos años más tarde y, como puede inttuirse, gira en torno a observaciones gastronómicas. Algunos llaman a Julio Camba el Brillat-Savarin español. Acá y acá hay ensayos sobre el autor y se pueden leer algunos fragmentos de La casa de Lúculo. Y acá está la página oficial del autor, aunque parece que está en construcción.

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10/10/08

Greguerías II

Los tornillos son clavos peinados con raya al medio.

Lo que más obsesiona a la cuchara es poderse soltar de los hilos de la miel.

En las porterías nacen las sillas enanas.

El sillín del piano es el sacarcorchos del concierto.

El menú es la revista infantil de los que comen.

El Coliseo en ruinas es como una taza rota del desayuno de los siglos.

Los auriculares son las gafas ahumadas de los oídos.

El pavo real es como esos niños que se visten de carnaval cuando no es carnaval.

El gallo blanco está vestido de gallina.

Lo que más denigra al perro -y él lo sabe-, es rascarse la cabeza con la pata de atrás.

Otra pequeña dosis de greguerías del gran Ramón Gómez de la Serna. Personalmente, me gusta mucho la del Coliseo. La del tornillo también.
Para los que recién se enteran de que existe algo llamado greguería, acá pueden ver un post anterior sobre el tema.


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2/10/08

Nacimiento

Apenas habíamos recorrido un cuarto de milla, cuando nos llamó la atención un grupo de indígenas que tocaban el típico tamtam. Nos abrimos camino entre los circundantes para ver de qué se trataba. En el centro del grupo vi a una mujer nativa que estaba dando a luz. Sin que nadie la ayudara esperaba la madre el nacimiento de su hijo, sentada en cuclillas sobre la arena. Los indígenas tocaban el tamtam para celebrar el hecho de nacer un nuevo miembro de su tribu. En el momento en que el hijo se desprendió de su madre, los nativos prorrumpieron en un canto triunfal lleno de éxtasis. Sin prestar aparentemente atención alguna a los circundantes, la madre rompió el cordón umbilical que la unía a la criatura, después de atarlo con un trozo de fibra de coco. Luego tomó al niño en brazos y se dirigió a la playa, donde lo lavó en el agua fría, impresión que produjo el primer grito del recién nacido. Los indígenas perdieron todo interés en el asunto cuando oyeron la débil voz del niño, y se marcharon cada uno a sus quehaceres, dejando que la madre se las entendiera con el crío.

La contratapa del libro decía: Un viejo lobo de mar -que llegó a ser capitán de la flota de buques pesqueros de la Compañía de Alaska- tuvo muchos hijos, pero murieron. El undécimo fue una niña y el capitán dijo: "Es la última y la voy a salvar".
Esperando una buena novela de aventuras la llevé, y no me defraudó.
La cosa es que con 11 meses de vida, la pequeña Jean Lowell fijó residencia permanente en el buque Minnie A. Caine, propiedad de su padre. Bajó a tierra diecisiete años después convertida en un marinero de ley que sabía agarrarse a trompadas, manejar un barco, maldecir como nadie y escupir tabaco con precisión milimétrica entre un montón de otras costumbres y vicios que los marineros adquieren en el mar.
La novela se llama "Mi cuna, el mar, la odisea de una goleta del siglo XIX", y no tiene nada que envidiarle a los grandes maestros de las historias de mar. De hecho su escritura -tan vívida y precisa- me produjo sensaciones similares a la lectura de relatos de Jack London, en el sentido de que cuando London dice "hace frío" a uno le da un escalofrío. Jean Lowell -que hasta donde pude averiguar nunca escribió nada más- ofrece un relato autobiográfico de un realismo crudo y fantástico a la vez, si algo así puede existir. En el vuelca todos los acontecimientos dignos de mención que le ocurrieron en esos diecisisete años viviendo una vida austera y peligrosa entre hombres rudos de todas las latitudes del mundo. Alegrías, travesuras, peligro de muerte, el descubrimiento del sexo y la amistad, el contacto con aborígines, peleas, un sin fin de detalles exquisitamente narrados van hilando las peripecias que atravesó la muchacha que surcó los mares del sur a bordo de una goleta en el siglo XIX.


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