2/10/08

Nacimiento

Apenas habíamos recorrido un cuarto de milla, cuando nos llamó la atención un grupo de indígenas que tocaban el típico tamtam. Nos abrimos camino entre los circundantes para ver de qué se trataba. En el centro del grupo vi a una mujer nativa que estaba dando a luz. Sin que nadie la ayudara esperaba la madre el nacimiento de su hijo, sentada en cuclillas sobre la arena. Los indígenas tocaban el tamtam para celebrar el hecho de nacer un nuevo miembro de su tribu. En el momento en que el hijo se desprendió de su madre, los nativos prorrumpieron en un canto triunfal lleno de éxtasis. Sin prestar aparentemente atención alguna a los circundantes, la madre rompió el cordón umbilical que la unía a la criatura, después de atarlo con un trozo de fibra de coco. Luego tomó al niño en brazos y se dirigió a la playa, donde lo lavó en el agua fría, impresión que produjo el primer grito del recién nacido. Los indígenas perdieron todo interés en el asunto cuando oyeron la débil voz del niño, y se marcharon cada uno a sus quehaceres, dejando que la madre se las entendiera con el crío.

La contratapa del libro decía: Un viejo lobo de mar -que llegó a ser capitán de la flota de buques pesqueros de la Compañía de Alaska- tuvo muchos hijos, pero murieron. El undécimo fue una niña y el capitán dijo: "Es la última y la voy a salvar".
Esperando una buena novela de aventuras la llevé, y no me defraudó.
La cosa es que con 11 meses de vida, la pequeña Jean Lowell fijó residencia permanente en el buque Minnie A. Caine, propiedad de su padre. Bajó a tierra diecisiete años después convertida en un marinero de ley que sabía agarrarse a trompadas, manejar un barco, maldecir como nadie y escupir tabaco con precisión milimétrica entre un montón de otras costumbres y vicios que los marineros adquieren en el mar.
La novela se llama "Mi cuna, el mar, la odisea de una goleta del siglo XIX", y no tiene nada que envidiarle a los grandes maestros de las historias de mar. De hecho su escritura -tan vívida y precisa- me produjo sensaciones similares a la lectura de relatos de Jack London, en el sentido de que cuando London dice "hace frío" a uno le da un escalofrío. Jean Lowell -que hasta donde pude averiguar nunca escribió nada más- ofrece un relato autobiográfico de un realismo crudo y fantástico a la vez, si algo así puede existir. En el vuelca todos los acontecimientos dignos de mención que le ocurrieron en esos diecisisete años viviendo una vida austera y peligrosa entre hombres rudos de todas las latitudes del mundo. Alegrías, travesuras, peligro de muerte, el descubrimiento del sexo y la amistad, el contacto con aborígines, peleas, un sin fin de detalles exquisitamente narrados van hilando las peripecias que atravesó la muchacha que surcó los mares del sur a bordo de una goleta en el siglo XIX.


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